Extraordinario

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Es muy difícil que el gran público de hoy pueda estar familiarizado con las artes clásicas como la literatura o la ópera. Es muy difícil que las grande audiencias, lean el Ulises de Joyce o escuchen el Réquiem de Mozart. Para mis primos menores, la primera forma de interacción con las artes, no fue pasear por El Prado y ver un cuadro de Velásquez, sino la edición que hicieron con smartphone para ponerle un filtro simpático a una foto de Instagram o hacer una Storie divertida que en 24 horas será devorada por el olvido.

La inmediatez del consumo del arte y el poco tiempo que disponemos, ha reformado la manera en la que las artes llegan al gran público. Por supuesto que Shakespeare y Proust seguirán siendo inmortales, pero les va a costar llegar a las grandes audiencias en algunos años y competir con Netflix. Muchas teorías han intentado explicar lo que pasa, desde la crítica más elitista como la civilización del espectáculo de Vargas Llosa, hasta la vanguardia más conciliadora como los apocalípticos e integrados de Umberto Eco.

En este mundo de lo inmediato, el cine ocupa un lugar de privilegio para seguir comunicando belleza. Es quizá el más sencillo y democrático de todas las artes, 2 horas de tu tiempo y un DVD de 2 soles. Para la gran clase media, existen salas modernas y muy cómodas, donde muchos incrédulos anticiparon la quiebra de las cadenas de cine frente al comercio informal de películas, hoy vemos asientos agotados con público de todas las edades.

Es allí, donde historias como Extraordinario le hacen mucho bien al cine. Un homenaje a todas las familias que día a día enfrentan problemas muy difíciles, de maneras conmovedoras. Porque seamos sinceros, a nadie le conmueve lo ordinario –salvo a algunos amigos poetas que podrían conmoverse viendo a mi papá limpiar el carro–, necesitamos historias y seguridades extraordinarias para seguir teniendo fe en la humanidad.

Y si bien por lo general, las seguridades, nos ayudan a blindar nuestro corazón de las inclemencias de la vida, especialmente a un niño, también pueden ser muy dañinas si nos aíslan del mundo exterior y si consiguen con su excesivo cuidado, arrimar nuestras fobias y temores, pretendiendo inútilmente proteger a un niño del mundo exterior, que tarde o temprano deberá enfrentar.

En ese espacio, un niño levanta altas barricadas de certezas psicológicas: familia y casa, papá y mamá, hermanos y hasta perros. Fuera de ellas, se siente como oveja esquilmada, con frío y mucho miedo. ¿Podrá existir un lugar mejor fuera de esa zona de comodidad donde ha crecido rodeado de enorme seguridad?

Esa es la pregunta que parece hacerse una madre,  Isabel –Julia Roberts–, cuando decide enviar a su hijo Auggie Pullman –Jacob Tremblay–  a la primaria de un colegio. El problema es que Auggie nació con una deformidad facial que a pesar de las innunerables cirugías a las que fue sometido, le ha dejado el rostro marcado por cicatrices y los niños en el colegio, no son precisamente muy piadosos con un niño deforme a los 11 años.

La narración no pretende adoctrinar moralmente, ni llevarnos por el llanto lastimero, las lágrimas son más consecuencia de la naturalidad con la que los personajes abordan sus dramas y pequeñas batallas, que de la forzada metáfora que lleva al lloriqueo.

Auggie sabe que su rostro es desagradable, la única manera de sobrevivir a esa selva frenética llamada escuela primaria, es desarrollar una personalidad inversamente proporcional a su fealdad física, un temperamento lúcido y aguerrido, un sentido del humor descomunal y una bondad natural devoradora de devoción.

La incontenible carga sentimental se desarrolla con fluidez, porque las batallas que Auggie enfrenta; como cuando es traicionado por su mejor amigo, o como cuando su imaginación lo lleva a caminar con traje espacial saltando de alegría al descubrirse querido por la collera de amigos que todos queremos tener a los 11 años; están acompañadas con los dramas comunes de una familia: una hermana que siente que ha perdido no sólo la atención de sus padres sino el amor de su mejor amiga, un padre que nunca renuncia a ser la alegría del hogar estoicamente, pero que se deshace cuando su perrita muere, una madre que ha colgado en una pizarra de corcho todas las pulseras de los ingresos de Auggie al hospital y las exhibe como trofeos de victoria, son sus victorias como familia, las más de 20 pulseras que cuelgan son las veces que le ganaron a la adversidad.

Auggie y su familia son extraordinarios, se han levantado de una historia que para otros hubiera significado una tragedia, quizá la deformidad de Auggie no fue el inicio de su desgracia, sino la advertencia de que si al menos lograba aceptarla, la usaría como insignia para levantarse, para hacerse más fuerte, nadie podría lastimarlo, porque como bien repite, al menos alguna vez en la vida, todos tenemos el derecho de recibir una ovación de pie. Totalmente recomendada.

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